Isabel Cordovil (Portugal), Cristina Garrido (España), y Gabriele Beveridge (Reino Unido) aterrizan en Lima con una propuesta que no es mera suma de obras, sino una puesta en tensión de miradas y sensibilidades. Tres artistas, tres formas de torcer lo cotidiano, de hacerlo hablar desde otro lugar. Lo que a primera vista parece familiar —un catálogo, una postal, un objeto de consumo, una historia íntima—, aquí se desarma, se transforma y se convierte en un campo cargado de preguntas. Las tres comparten una misma obsesión: interrogar cómo vemos y qué nos enseñan a ver. Lo hacen desde el comercio y la cultura popular, desde la historia del arte o los afectos más íntimos, desplazando los materiales para revelar lo que se esconde bajo la superficie. Cada pieza opera como una grieta en la normalidad, como un recordatorio de que la mirada nunca es inocente. Cristina Garrido toma los formatos del propio sistema del arte: catálogos, comunicados, stands de feria, y los convierte en su campo de batalla. Con ironía precisa, sus obras se infiltran en esos lenguajes con la suavidad de un mimetismo que, sin embargo, es demoledor. Como un caballo de Troya, utiliza las formas institucionales para exhibir sus fisuras, revelando cómo se construye el valor cultural y cómo puede desmoronarse con un simple gesto. Isabel Cordovil abre otro frente: el de la memoria íntima y colectiva. Sus obras nos invitan a habitar un espacio sensorial donde el deseo y el recuerdo se entrelazan. Amores pasados, gestos cotidianos, juegos de inocencia y deseo, todo convive en piezas que son al mismo tiempo frágiles y densas. Cordovil recupera la metáfora de la petite mort para situar el orgasmo como instante en que el tiempo se suspende, donde lo personal toca lo universal. Sus trabajos son hilos invisibles que tejen vínculos rotos, devolviendo peso poético a lo que parecía leve. En la obra de Gabriele Beveridge, el consumo y la belleza se vuelven escenario de ambigüedad. Sus vitrinas funcionan como espejos rotos, como promesas brillantes que se resquebrajan. Entre lo fetichista y lo fantasmal, sus instalaciones desarman la industria de la belleza y muestran la violencia escondida tras la seducción, donde el cuerpo femenino se ha tratado como mercancía, como superficie a consumir. Allí donde el brillo deslumbra, aparece también la grieta, el eco de lo espectral. La reunión de estas tres voces en Lima no es casual. Perú es un territorio donde lo ancestral y lo posmoderno conviven en fricción, donde las luchas por el cuerpo, la mirada y el consumo atraviesan lo social y lo cultural. En ese cruce, la exposición resuena como un espejo múltiple: devuelve imágenes, pero también abre heridas, preguntas y posibilidades. “Superficies habitadas” es más que una muestra: es una invitación a entrar en un espacio donde lo visible se fractura y se rehace, donde los gestos más pequeños —coleccionar, desviar, reapropiar— se convierten en actos capaces de transformar lo real. Salir de la exposición no es salir indemne: es llevarse consigo la sospecha de que todo lo que miramos puede mirarnos de vuelta.